Comenzó a vivir los días como si esperase algo, aunque en el fondo sabía que nada llegaría. Se pasaba las tardes sentado en su balcón, los años le habían cansado las ganas de actuar, pero no las de observar. Vigilando atentamente la nada, pensaba en eso que tenía que llegar y que no sabía qué era. Su mirada era vaga como priva de esperanza, y sin embargo estaba ahí siempre, apoyado en su mesedora a ver como se pasa el día. Era inevitable su rutina por lo cual no tardó mucho en darse cuenta de lo que en realidad esperaba: la muerte.
Jamás lo había pensado de esa forma; antes, aborrecía con frecuencia el hecho de pensar que ya no estará y se jactaba de su pretensión absurda de vivir más de cien años. De tanto estrellar su mirada contra el mundo de afuera terminó por darse cuenta de que a nadie más le importaba su existencia y que por lo tanto, su ausencia no se notará en las flores o en el sol, o en una bella dama o en los hijos que no tuvo.
La muerte no tardó en venir luego de sentirse anunciada y él hubiese tanto querido poder retarla al ajedrez pero nunca aprendió a jugarlo enserio y se dejó ir en un frágil suspiro de amor. Era cierto, después de tanto odiar a los enemigos, se les termina hasta amando le había contado su padre; lo mismo le sucedió con la muerte, la cual no sólo había demostrado ahora cuan provocadora podía resultar en todo el esplendor de su sensualidad, sino también le había enseñado el verdadero significado de la libertad del dejarse andar. La vida no sería tan bonita si uno no esperase la muerte, pensó, y a esta idea, que nadie más pudo escuchar, se la llevó a la tumba.