martedì 20 giugno 2017

Latinoamérica e identidad en La parte de Archimboldi, 2666 (Bolaño)

La parte de Archimboldi parece ser difícil de ubicar en una visión a partir o hacia lo latinoamericano, principalmente porque, el escenario de esta parte es Europa, una Europa bélica que ve nacer y crecer a Benno Von Archimboldi, un personaje movedizo que como se ha visto, es la ilusión y enseguida la resignación de sus críticos. Santa Teresa, en esta parte, aparece como un fantasma, un espectro que está allí y que el narrador no quiere mencionar y que de alguna forma, está visitando a partir de los varios fragmentos que parecen referirla sin mencionarla incluso desde el inicio:

“Cuando el aire se le acabó dejó de contemplar esas partículas mínimas que se perdían y comenzó a seguirlas. Se puso rojo y se dio cuenta de que estaba atravesando una zona muy parecida al infierno”.

Un atento lector se da cuenta inmediatamente de que en otras ocasiones Santa Teresa viene referida como el infierno, no es casual el hecho de que Archimboldi vaya a parar allí, lugar en el que confluyen todas las historias de la narración. De hecho, en esta parte, Santa Teresa aparece solamente al final, y solamente en pocas páginas, sin que el narrador se tenga que detener en su descripción, más bien lo que aparece aquí, más que Santa Teresa, es la cárcel de Santa Teresa y el cuarto de hotel en el que se hospedaba Lotte, y tal vez, el aire desértico que emana el ambiente de la ciudad, un aire lleno de sangre, que ciertas veces resulta destructivo pero ciertas veces hasta regenerador. Esta ausencia se deba talvez a que uno de los roles fundamentales del uso de la ciudad imaginaria en la narración es el de describir el horror (como se ve en la parte de los crímenes), horror que aquí se ha descrito a partir de una topografía del apocalipsis, en una serie de lugares tendencialmente europeos, a veces fabulosos, que son también, como Santa Teresa lo es en las otras narraciones, la metáfora de Latinoamérica, y la metáfora de la infamia humana; después de todo, Latinoamérica, no sería solamente un hijo bastardo del occidente, como habrían sugerido algunos de los grandes pensadores del continente, sino también un hijo de la humanidad bastarda, la misma humanidad que parió el Holocausto, y, en dónde la principal de todas las herencias sería el mal. No en vano algunos de sus personajes buscan sin lograrlo rechazar todo lo que venga del padre, visto que los padres aquí no pertenecen solo a una facción del mundo, sino a todas:

“Le divirtió la respuesta que a este respecto le dio el joven Reiter. Dijo que sobre su padre no sabía nada. -Es verdad -dijo Halder-, uno nunca sabe nada de su padre”.

Y, además:

“-Esos juramentos no valen -dijo la muchacha-, los padres no valen, uno siempre está tratando de olvidar que tiene padres”.

Este puente tendido entre la Segunda guerra mundial y Santa Teresa es en todo caso la infamia, por lo cual se puede ver toda la parte de Archimboldi, como una búsqueda del sentido de la existencia en un laberinto infernal que comienza en Europa y continúa en Santa Teresa, sin fin aparente (y esto es sugerido también a partir de la estructura narrativa que padece de bifurcaciones anómalas que a veces no llevan a ninguna parte). Aquí pues, una Santa Teresa que es la maldición del ser humano, el espejo de todas sus frustraciones y de sus deseos más macabros, lugar al que tienen que llegar los rechazados por la sociedad, los poetas, los locos, los asesinos y los marginados. Pero, aunque el centro del mal del mundo contemporáneo, del siglo XXI, sea Santa Teresa, o sea ciudad Juarez, o sea México, o sea Latinoamérica, en la parte de Archimboldi se deja de lado este matiz de la maldad, para describir el mal del siglo XX, como una suerte de recuperación o recordatorio del árbol genealógico de la maldad (pues, de hecho, Bolaño es tan global como latinoamericano). La metáfora es evidente; no hay que olvidar pues que Latinoamérica fue también un lugar simbólico del progreso para el viejo continente, lugar que albergaba grandes sueños desde distintos polos del mundo, y al que confluyeron una infinidad de personas de diversa índole, raza, status social etc., y que paradójicamente terminó siendo el lugar de la derrota, una derrota de lo humano en general puesto que allí se fijaron grandes ambiciones globales durante la historia, una derrota que hoy significa a Santa Teresa entonces como el espejo vergonzoso del mundo. Característico de este retrato vergonzoso del mundo es el fragmento del castillo de Drácula, en el que la élite se pone a conversar sobre cultura, arte, placer, entre otras cosas, mientras ese mismo castillo, a los rededores estaba lleno de huesos humanos (talvez los huesos de las víctimas de Vlad Tepes, talvez los huesos de otras tantas guerras que se sucedieron a lo largo de la historia). Mientras Europa entera se llenaba de huesos humanos porque estaban en plena Segunda gran guerra, la parsimonia de un ritual mundano cualquiera parece sugerirnos un retrato del mundo, que es también un espejo profético de lo que sucede hoy, siglo en el que la Élite/Norte del mundo/Europa puede conversar de cultura, arte, placer, entre otras cosas, mientras ese mismo castillo/mundo a los alrededores/en los márgenes/en Latinoamérica/en Santa Teresa tiene un cementerio de huesos humanos imposibles de enterrar completamente. Sin embargo, Bolaño tiene para todos, y de hecho no condena más al resto del mundo que a los propios latinoamericanos, de hecho, cuando Archimboldi encuentra por primera vez a Ingeborg, esta le habla sobre los Aztecas y sobre los sacrificios que se hacían en las pirámides acercando así, el México de los Aztecas a la Alemania de los Nazis:

“De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que sólo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero eso puede durar mucho tiempo, eso escapa del tiempo o se instala en otro tiempo, regido por otras leyes”.

Terminar hablando del tiempo parece sugerir, inverosímilmente, que los ritos del sacrificio continuasen a existir hasta hoy, como si el tiempo no hubiese cambiado en siglos porque allí en dónde una luz teñida de sangre personalizaba a cada uno de los aztecas, aquí cada matanza en los campos de concentración, iluminaba a los nazis de la luz de la superioridad de la raza aria. Icónico además el fragmento de Sammer, otro espejo del horror banalizado, del horror que se ha convertido en un quehacer común y en dónde la sociedad no parece encontrar algún tipo de orden como sucede además en Santa Teresa, aunque el escenario esta vez no sea la Rumanía de Drácula, ni la Alemania de Goethe, sino Polonia:

“Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo. Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más”.

Aquí pues, el personaje Sammer decide de exterminar 500 judíos “por no saber qué hacer con ellos”, y se asiste a crímenes sin nombre, de los cuales solo tenemos la descripción futura y los resultados, cadáveres que expulsa la tierra, aquí en la nieve, allá en el desierto, como si la humanidad no debería de ser capaz de ocultar sus secretos sangrientos, como si, aunque quisieran, los humanos estuvieran ya condenados a vivir con sus hechos pasados. De hecho, Archimboldi siente una culpa por el asesinato que ha cometido y se decide de cambiar su identidad, talvez sentía que el cadáver de Sammer iba a salir de su entierro, como Sammer sentía que lo iban a enjuiciar por lo que había hecho. Esta y tantas otras sugerencias parecen convocar a Santa Teresa como un fantasma, solapadamente entre los fragmentos de una Europa bélica y post-bélica:

“Una vez le pregunté cómo eran. Mi padre me miró y dijo que sólo eran mujeres muertas. ¿Retratos de mi tía? No, dijo mi padre, otras mujeres, todas muertas”.

“-No lo creo -dijo Ingerborg-, hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel”.

“Probablemente hablaron y follaron, más de lo último que de lo primero, lo cierto es que por la noche la baronesa no volvió al Danieli, ante la angustia de su ingeniero, que había leído novelas que hablaban de misteriosas desapariciones en Venecia, sobre todo de turistas del sexo débil, mujeres sojuzgadas carnalmente, mujeres sedadas por la libido de macrós venecianos, mujeres esclavas que convivían, pared con pared, con las esposas legítimas de sus esclavizadores, (…)”.

Solo para al final dar a parar en el lugar simbólico de los muertos en vida, lugar en donde la vergüenza del ser no se puede esconder más y que expulsa sus cadáveres una y otra vez, recordándole su mal innato. Lugar de vagabundos, en dónde se encuentra la marginalidad a la intemperie, en dónde la locura cabe más en los que viven de revoluciones que en los que se quedan arraigados a algo.




 Con respecto a la situación de la identidad, en la parte de Archimboldi, a Bolaño se le nota cierta resistencia a asumir el exotismo latinoamericano como parte de su identidad propia, convirtiéndose en un escritor que quiere escribir sobre Latinoamérica, pero al mismo tiempo no quiere escribir sobre ella, en dónde el latinoamericanismo viene velado detrás de sentencias o narraciones que dan personajes “bien europeos”, arraigados a su propia cultura:

“Y Nadja Yurenieva vio a Ansky y se levantó discretamente y salió del paraninfo en donde el mal poeta soviético (tan inconsciente y necio y remilgado y timorato y melindroso como un poeta lírico mexicano, en realidad como un poeta lírico latinoamericano, esos pobres fenómenos raquíticos e hinchados) desgranaba sus rimas sobre la producción de acero (con la misma supina ignorancia arrogante con que los poetas latinoamericanos hablan de su yo, de su edad, de su otredad), y salió …”.

Hablar de la otredad, del yo, es lo que se propuso tantas veces Latinoamérica en el pasado, así Bolaño aprovecha ciertas ocasiones para criticar cierta literatura latinoamericana a la que le debe mucho pero que parece haber podido superar con gran genio. Del mal han hablado Borges y también Márquez (el primero también de la infamia, y además de la traición y de otros males humanos; el segundo se acercó bastante criticando a la Santa Inquisición y al terror que podían causar las grandes compañías multinacionales). Sin embargo, no se acercaron al horror con todas sus letras; ellos lo han sugerido, lo intentaron comprender, sin llegar al abismo, sin rozar la muerte, sin poder relatarlo en toda su crudeza y crueldad, como Bolaño ha hecho, donándonos el resultado abrupto y sanguinario de este mal. Bolaño de esta forma además critica la resistencia de los pensadores latinoamericanos que no se atreven a hablar demás, encerrados en un ideal imaginario de exotismo que él no cree merecer, ya que, para él, quizás, un buen poeta debe ser un detective, un detective que busca algo de lo que no sabe, pero que sabe que debe de encontrar:

“Cuando Ivánov le decía que eso era imposible, que la muerte estaba junto al hombre desde tiempos inmemoriales, contestaba que de eso precisamente se trataba, justo de eso, incluso exclusivamente de eso, abolir la muerte, abolirla para siempre, sumergirnos todos en lo desconocido hasta encontrar otra cosa”.

No es casualidad pues que en la parte de Archimboldi, dos de los grandes temas principales sean la muerte y la literatura, temas que, al confluir en Santa Teresa, simbólicamente confluirán también con Archimboldi, el escritor y su sobrino Haas, el asesino. Cómo a decir que la incertidumbre sobre las identidades, que la convergencia de seres tan disímiles, y de índoles que parecen no tener nada en común, en estos tiempos debe de ser natural. Por lo cual Bolaño es más que un escritor latinoamericano un escritor universal, que talvez por su condición de posmoderno, lleva como estandarte el tema del desarraigo identitario:

“-Este país -le dijo a Reiter, que aquella tarde se convirtió, tal vez, en Archimboldi- ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo”.

La búsqueda de la identidad en Bolaño es importante, pero esta búsqueda parece deberse llevar a sabiendas de que esa identidad no se concretará en nada de estable, no solo por una cuestión geográfica, o sea latinoamericana, sino también por una cuestión temporal, recordemos que estamos en los tiempos de la globalización. Si bien casi todo tiene que fluctuar en la identidad de los héroes de Bolaño, es más reconocible esa actitud cuando se refiere a los rasgos superficiales del individuo, que no lo describirían como persona, porque sería caer en prejuicio. Más bien los rasgos profundos del individuo, aquellos que se forjan con vida y de forma personal, son exhortados:

“El nacionalsocialismo era el reino absoluto de la apariencia. Amar, reflexionó, por regla general es otra apariencia. Mi amor por Lotte no es apariencia”.

También se exalta cierta voluntad por el exilio y el autoexilio, por el vagabundeo, como herramienta principal de la búsqueda de la identidad profunda y de la deconstrucción de la identidad superficial (esa mezcla de moral y sinsabores pasados que poco han de decir de una identidad individual):

“(…) Sólo el vagabundeo de Ansky no es apariencia, pensó, sólo los catorce años de Ansky no son apariencia. Ansky vivió toda su vida en una inmadurez rabiosa porque la revolución, la verdadera y única, también es inmadura”.

Se exalta además la voluntad que tienen estos personajes lumpen de caer hacia el vacío, esto resalta un matiz de valentía en el prototípico hombre bolañesco. Como a decir que para burlar cualquier estereotipo y hacerse a la mar, se necesita tener la capacidad de luchar en el infierno:

“Y colgó. En México Lotte aún permaneció un rato más con el teléfono pegado a su oreja. Los ruidos que oía eran como los ruidos del abismo. Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo”.

Todo esto demuestra, junto afán de vagabundeo del mismo Bolaño y de sus alter egos Ansky/Archimboldi, que él es más un tipo de su tiempo que de su espacio, afianzado más bien, a un post-modernismo globalizado. No es casual que el personaje principal, el cual, no nos es dado de conocer totalmente, porque pareciera que Bolaño nos dijera que “mejor se conoce desconociendo” o que “lo oculto dice más que lo declarado” elija como nom de plume Benno Von Archimboldi, que remite a una identidad mixta o post-moderna basada en la mezcla bizarra entre Benito Juarez (Benno resulta un eco más de Santa Teresa), la antigua aristocracia alemana (Von, o sea una Alemania arraigada y nazi) y el pintor italiano Archimboldo (Archimboldi, quién pintó rostros y semblantes equívocos, fluctuantes). La reflexión de la identidad mixta se da en varios casos más, basta mencionar que el presunto autor de los crímenes quién además es sobrino de Archimboldi, se parece a él hasta el punto de que su madre en la demencia confundía al nieto con el hijo, como en una suerte de espejo deformado:

“-En ocasiones -dijo Ingerborg-, cuando estamos haciendo el amor y tú me coges del cuello, he llegado a pensar que eras un asesino de mujeres”.

Los roles de estos dos se superponen en dos grandes dilemas: el de víctima (en el caso de Haas, un chivo expiatorio de la policía corrupta de Santa Teresa y en el caso de Archimboldi, una víctima de su tiempo y de la muerte), y el de victimario (pues Hass es posiblemente el causante de algunos crímenes, sino de todos, aunque intelectualmente; mientras Archimboldi también asesinó a un asesino, pero al fin y al cabo asesinó). Estos roles no sirven para identificarlos inequívocamente, sino que es una forma para sugerir la incertidumbre, el mal que se esconde en las apariencias pues el lector ya no sabe qué pensar, y deja por supuesto, de interesarse en lo superficial de la carne, porque personajes tan distintos, también pueden parecerse superficialmente, como si Bolaño dijera en toda la parte: “lo superficial no es capaz de decir nada sobre la identidad de un individio”:

“(…) Reiter no dejaba de sumergirse, salía, respiraba y se sumergía, y en el fondo del río era como una calzada de piedras, de vez en cuando veía cardúmenes de peces pequeños y blancos y de vez en cuando se topaba con un cadáver ya sin carne, sólo huesos mondos, y esos esqueletos que jalonaban el paso del río podrían ser alemanes o soviéticos, no se sabía, pues las ropas se habían podrido y la corriente las había arrastrado río abajo (…)”.

Estas incertidumbres de identidad que pueden acercar la muerte a la literatura no parecen resolverse jamás, pariendo un mundo literario que es el mundo contemporáneo en dónde todo es inestable, todo está en constante movimiento sin posibilidad de recomposición. Los personajes de la parte de Archimboldi son también personajes fragmentados, sin visión unívoca de la realidad, personajes cambiantes, por ello mismo, por su vagabundeo se aproximan mucho al mal o son el mal, descubriéndose en una búsqueda que es en verdad una aventura hacia la derrota, pero que parece valiera la pena vivirla. Característico por supuesto, Ansky, escritor vagabundo que al inicio había ovacionado la Revolución y que luego, al enterarse del mal que se escondía tras de ella, pasó a criticarla tan abiertamente que se hubiera merecido la muerte si no fuera porque sus libros los firmaba un tal Ivanov, un autor menor que solo quería la fama, o sea la superficialidad. De hecho, Ansky, perseguido por ser judío, será el mentor del Archimboldi escritor, un autor también desconocido, como lo es él mismo para los críticos, pero en el que de alguna forma de identificaba, por su espíritu vagabundo, espíritu de profundidad y de revolución. En la parte de Archimboldi los polos de la identidad pura vienen criticados constantemente, así como la superficie de las cosas y los individuos arraigados al pasado que ya se fue:

“Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo (…) la luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar -dijo Ingerborg con los ojos húmedos de locura”.

De hecho, parece que Bolaño nos dijera que lo único que debemos de recordar de nosotros mismos es la infamia, mientras que todas las otras cosas de una identidad tienen que ser movedizas, como la identidad latinoamericana, como los “mejores” personajes de su novela, con la identidad en la incertidumbre, en la intemperie, en una búsqueda de sí misma en la cual la meta es la búsqueda en sí, adecuándose a estos nuevos tiempos de globalización y de mestizaje, de multiculturalismo y de vagabundeo, tiempos de movimiento en dónde más vale adecuarse continuamente que arraigarse definitivamente, pero en dónde el hecho de buscar la originalidad en la profundidad de sí mismos y de otros, en contra del estereotipo, podría llevarnos muy cerca de la muerte:


“(…) Tánato es el más grande turista que hay sobre la tierra”.

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