sabato 25 giugno 2016
Demiurgos de lo absurdo
Luego de su peregrinaje, se sentó sobre las faldas de una montaña imponente vestida de blanco elegante; los árboles, que eran laureles y otros más pérfidos y otros coloridos, con su abundante follaje protegían al viajero del gran astro que en el cielo se dibujaba omnividente, entonces meditó. El horror invadió su cuerpo, envuelto en un sudor vertiginoso; desde ese momento se sabía ínfimo: diminuto y escuálido ante toda la grandeza que había observado. Se comparaba con las cataratas y con los cráteres, magnificiencias que no solo no le pertenecían, sino que por una farsa del destino o un mal cálculo del tiempo, parecía él pertenecerles a ellos y dejando que su orgullo se haga patrón de su voluntad se dispuso a crear su obra. Hizo del barro un boceto de homínido, le despositó sus sueños, sus esperanzas y sus ideales, porque quería un aliado al comienzo. Conforme terminaba su obra, una ambición más grande brillo en sus iris, una verdad irrefutable a partir de sí mismo y de lo que a su al rededor estaba: él, creándose a sí mismo, se sentía superior a su creación, del mismo modo en el que la montaña que lo hospitaba había de sentirse superior a él, y los bosques y los ríos. Así lo arrojó al mundo, como crédito de su propia existencia y de su valor. Lo que él no se esperó, es que del mismo modo en el que él razonaba, razonaron también sus hijos, y sus abortos, y sus grandes intentos de sobresalir. Por lo que al cabo de un tiempo hubieron cientos, miles de réplicas, todas exactamente iguales en pensamiento y forma. La verdad ahora resultaba más desgarradora que al principio: la soledad era infinita. Todas las creaciones de las creaciones vivían en distintas cárceles, igualmente elogiables que la primera, pero ninguna era la misma.
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